jueves, 20 de agosto de 2015

ME GUSTAN LOS TOROS. PERO NO SOY NINGÚN ASESINO.





Me gustan los toros y las corridas de toros.

Pero no soy ningún asesino.

No disfruto con el sufrimiento del toro en la plaza. Ni encuentro placer en la muerte del toro. Antes al contrario, me encantan los toros. Pero también me gustan las corridas de toros. Y sigo sin ser ningún asesino.

Hay muchas aficiones y muchas ideas y posturas ante la vida que no me gustan. Pero, mientras el que las defienda lo haga con respeto y sin violencia para con los que no piensan como él, las tolero. Por eso mismo pido para los toros, y para todos los aficionados a los que nos gustan las corridas de toros, el mismo respeto. No pretendo que los antitaurinos compartan mi opinión, ni convencerles para que les guste algo que, obviamente, no les gusta ni va a gustarles nunca probablemente. Sólo quiero que respeten mi punto de vista y no me insulten llamándome asesino. Y si usted que lee ahora mismo este artículo, es contrario a las corridas de toros y quiere gastar algo de tiempo para que le explique mi opinión, yo personalmente se lo agradezco y, quién sabe si quizás logre comprenderme si no totalmente, sí al menos en parte.

No me gusta la caza, ni la pesca, ni, en líneas generales, la mayoría de festejos populares en los que se utilizan toros u otros animales, pero respeto a los cazadores, a los pescadores y a los que participan en ese tipo de fiestas.

Por cambiar de ámbito, tampoco me gusta el teatro, ni determinado tipo de cine, ni me gustan en absoluto determinados autores literarios que, en mi opinión, difunden en sus obras ideas tremendamente perniciosas para el género humano y contrarias a la más mínima lógica y razón. Muchísimo más perniciosas, por cierto, que la muerte de un animal.

Ni tampoco me gustan determinadas religiones que discriminan por razón de sexo o de raza, o que incluso son, no ya contrarias, sino beligerantes con las otras religiones y, más en general, con el resto del género humano que no sigue los dictados de su confesión.

Porque para mí, y aunque muchas veces, con nuestro comportamiento, damos a entender justo lo contrario, una persona va a estar siempre por delante de un animal. Por eso no puedo comprender que medio mundo se lamente por la muerte de un león en Zimbabwe, que efectivamente es penoso y lamentable, pero sin embargo calle mientras miles de niños mueren anualmente de hambre en ese mismo país.

Y eso por no hablar de esos manifestantes antitaurinos correligionarios de la izquierda más o menos radical que no dudan en calificar a los aficionados a la Fiesta Nacional-¿tendrá este calificativo algo que ver?- como asesinos cuando, a la vez, defienden que un feto humano pueda ser aniquilado mediante envenenamiento con sustancias químicas o simple, llana, y yo añadiría que salvajemente, mediante aspiración o extracción con pinzas, lo que lleva en la totalidad de los casos al descuartizamiento vivo del ser humano en gestación.



Pero bueno, como habrá alguien que diga que comparar vidas humanas con la de animales es demagógico -para mí no lo es en absoluto- y pensando también en que pueda haber activistas antitaurinos que coincidan conmigo en estas apreciaciones en pro de los  seres humanos, voy a dejar de lado este razonamiento. También me voy a olvidar de otros argumentos habitualmente utilizados como el Arte, la Tradición y la Cultura, aunque no puedo dejar de referir que si el modernísimo, avanzadísimo, europeísimo, “laiquísimo” y “progresísimo” Estado de Francia ha nombrado a las corridas de toros como Patrimonio Cultural pues igual algo de verdad puede que haya en ello ¿no? Bueno, al menos dejemos el interrogante de la duda.

Lo dicho, dejemos esos argumentos y centrémonos en el punto de vista más “objetivo”: el animalista. Intentémonos poner –sé que no es fácil- en el lugar del toro. Lo primero que debemos de dejar constancia es del hecho de que, si no existieran las corridas de toros, no existiría el toro bravo como especie, con total seguridad. Y es incierto que el toro bravo sea un animal creado artificialmente –como se dice por los detractores de las corridas- para satisfacer a los “sanguinarios” amantes de la Fiesta. Hay constancia de que ya en la antigua Grecia y en Roma se utilizaban toros bravos en espectáculos circenses, con lo cual, ecológicamente hablando, se mantiene viva una especie que, de no ser por las corridas, no existiría.

Pero bueno, este razonamiento es, de nuevo, desde el punto de vista del hombre y de su intento, de momento no muy bien encaminado, dicho sea de paso, de conservar el planeta. Volvamos al punto de partida y pongámonos en el lugar del toro.

Según he visto al documentarme para poder escribir sobre este punto, la vida media de un toro, tanto si es de raza brava, como de la especie domesticada, dicen los zoólogos que es de unos 12 años, aunque puntualmente se dan casos de mayor longevidad. Por otra parte, el ganado bovino tiene, hoy en día, dos destinos fundamentales: el producir leche y el suministrar carne a la especie humana. Habida cuenta que los machos no pueden producir leche, analicemos cómo es la vida de un toro de los destinados a ser utilizados para el consumo de carne y luego veamos cómo es la de un toro bravo.

Lo primero que habría que decir es que, para este tipo de ganado, casi casi no se podría hablar de toros, sino más bien de terneros pues la práctica totalidad de estos animales suelen ser sacrificados –según he podido igualmente documentar- entre los tres meses y los dos años de vida.. Su vida durante, pongamos, esos dos años de vida, se limita a estar encerrados tras unas vallas, en ocasiones con un reducidísimo espacio que casi les impide moverse, y a sacar la cabeza de entre dichas vallas para comer el pienso que se les vierte en un comedero para que subsistan y engorden. Así hasta que tienen la edad que el ganadero estime conveniente para ser sacrificados, en ocasiones dos años, pero en otras muchas tan sólo tres o cuatro meses. Punto final, esa es su vida.



Bueno, no, punto final no, porque si su vida no parece especialmente atractiva, su muerte no lo es más: en el matadero se les conmociona mediante una descarga eléctrica y luego, cuando están atontados pero aún perfectamente vivos, se les cuelga de un gancho  para desollarlos y descuartizarlos casi simultáneamente. En muchos casos los animales siguen vivos cuando empiezan a descuartizarlos. Les pongo dos enlaces a sendos instructivos vídeos para los que quieran comprobar cómo es el proceso “en vivo”, nunca mejor dicho. Aviso para las personas sensibles: las imágenes son fuertes. A mi juicio bastante más que las de la muerte de un toro en la plaza, pero juzguen ustedes mismos:



Frente a esta “apasionante” vida y posterior muerte, cambiemos de escenario y pongámonos en el lugar de un toro bravo. Su vida nada tiene que ver con la de sus desgraciados colegas: durante un mínimo de cuatro o cinco años (entre un tercio y la mitad de su ciclo biológico normal) viven en el campo, en una dehesa, campando a sus anchas y con libertad total de movimiento y comportamiento. Una vez cumplen la edad indicada mueren en la plaza. No voy a hacer una elegía de sentimientos y literatura respecto a su forma de morir con nobleza, pudiendo defenderse y todo eso, para intentar ser lo más objetivo posible y evitar nuevamente que me tachen de demagogo. Es cierto: tiene que pasar por dos momentos de sufrimiento como los puyazos del picador y las banderillas, para finalmente morir de una estocada. Seguro que no es un trance agradable para el animal pero, insisto nuevamente, vuelvan a ver el vídeo de cómo mueren sus congéneres en el matadero y decidan qué tipo de muerte es la menos mala. 



Y con todo y con eso, si siguen decidiendo que la muerte del toro en la plaza es más cruel, pues respeto su opinión aunque no la comparta. Yo pienso lo contrario. Respeten ustedes la mía.

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