miércoles, 24 de diciembre de 2014

FELIZ NAVIDAD

Con mis mejores deseos de que paséis una muy Feliz Navidad de este año 2014. Que el Niño Jesús os colme de todo tipo de bendiciones y os traiga toda la Felicidad del mundo.

Permtidme que os haga partícipes de este pequeño cuento navideño. Si Dios quiere -nunca mejor dicho, dado el título del relato- espero publicarlo junto con otros en un libro de historias de Navidad que me gustaría que vea la luz el próximo otoño. Espero que os guste, y como siempre, se admiten críticas constructivas...




LA  VOLUNTAD  DE  DIOS
 
 
Ezequiel era un niño como los demás. Estaba a punto de cumplir seis años y vivía en una humilde y pequeña casita en el campo, en las afueras de Belén, junto con sus padres y su hermanito Daniel, que aún no había cumplido su primer año de vida.
A Ezequiel le gustaba mucho ayudar a su papá, que se llamaba Bernabé, en las tareas del campo, aunque como aún era pequeño sólo podía desempeñar aquellas tareas que no requerían mucha fuerza: arrancaba las hierbas malas que a veces crecían en el huerto, quitaba las piedras para que su padre pudiera pasar mejor el arado, espantaba a los pájaros cuando su papá sembraba para que no se comieran las semillas… Además siempre estaba pendiente por si su papá necesitaba que le acercara alguna herramienta desde el cobertizo o simplemente le acercaba la cantimplora con agua en los días de verano en los que apretaba el calor de lo lindo en aquel rincón de Judea.
Cuando recolectaban los productos que daba su pequeño huerto, a Ezequiel también le gustaba acompañar a su mamá al mercado de Belén para vender los frutos o cambiarlos por alguna otra cosa que necesitaran. Él cargaba con un pequeño saco en el que ponían una parte de las hortalizas y así su mamá, que se llamaba Ruth, no tenía que cargar con tanto peso. Aunque su mamá era aún joven, Ezequiel no quería que trabajara tan duro y que se fuera a estropear las manos o a lastimar su espalda por cargar el pesado saco. Porque Ezequiel adoraba a su mamá: para él su mamá era, sin ningún género de dudas, la mamá más guapa y más buena del mundo. Aunque ya no era ningún bebé, a Ezequiel le encantaba que su mamá lo abrazara para poder sentir lo confortable que era su regazo y lo bien que olía siempre su mamá. Además ella, le estaba enseñando a leer y a escribir porque aunque en el pueblo había una escuela, Ezequiel no podía recorrer el trayecto de ida y vuelta sólo todos los días hasta Belén.
Pero, aparte de todos estos trabajillos, lo que de verdad le gustaba a Ezequiel era cuidar al pequeño rebaño de ovejas propiedad de la familia. En invierno, en los días soleados, le gustaba llevar a sus ovejas a pastar al prado que había junto a la ribera. En ocasiones, cuando hacía calor, a veces incluso acompañaba a su papá y pasaban las noches en el campo, para ahorrarse hacer el camino de ida y vuelta hasta el pequeño establo que había en su casa. En el campo, Ezequiel se sentaba mientras las ovejas comían y vigilaba que ninguna se fuera a separar mucho del rebaño. Su padre le había enseñado a silbar el invierno anterior y desde entonces, cuando Ezequiel veía que alguna oveja se separaba mucho del rebaño, pegaba un fuerte silbido y llamaba a la oveja por su nombre, para que volviera al rebaño. Sí, sí, las llamaba por su nombre porque Ezequiel le había puesto nombre a todas y cada una de las ovejas del rebaño: Cantora a una que se pasaba todo el día balando, Comilona a la más tragona de todas, Perezosa a la que siempre se quedaba rezagada y caminaba mucho más lento que las demás, Blanquita a la que tenía la lana más clara, Mosqueona a una que casi siempre estaba peleándose con las demás por coger el mejor trozo de tierra para pastar, y así con las casi cincuenta ovejas del rebaño.


                          


Pero su preferido era Lucerito, un pequeño corderito que apenas tenía unos meses. Le puso ese nombre porque Lucerito tenía, justo en mitad de su blanquísima frente, una mancha negra con forma parecida a una estrella. Ezequiel se pasaba todo el rato jugueteando con Lucerito: le gustaba darle parte de su comida y le encantaba abrazarlo para comprobar lo suave que era. Lucerito le correspondía dándole unos pequeños balidos, entrecortados y muy agudos, y cariñosos lametones con su pequeña lengüecita que a Ezequiel en ocasiones le acababan haciendo cosquillas provocándole unas carcajadas que era incapaz de controlar.

La familia de Ezequiel era una familia humilde: no pasaban necesidad pero tampoco les sobraba nada.  Siempre que el año fuera bueno y lloviera lo suficiente para que el huerto diera sus frutos y si podían vender la lana y la leche de las ovejas en el mercado, podían ir tirando sin excesivos lujos pero también sin pasar hambre. También era una familia respetuosa con las leyes de Judea y sus tradiciones religiosas: acudían con regularidad a la Sinagoga para escuchar a los maestros explicar la Toráh; conmemoraban el Yom Kipur; celebraban la Pascua, en la que recordaban cómo sus antepasados fueron liberados de la esclavitud en Egipto, gracias a la intercesión de Yaveh que envió las terroríficas siete plagas al pueblo de los faraones; cumplían con los días de ayuno y, por supuesto, respetaban el descanso del Shabat. No obstante, Ezequiel le oía muchas veces a su papá decir que, aunque la religión era muy importante, igual de importante o más era llevarse bien con el vecino, ayudar al que lo necesitaba y, en definitiva, ser una buena persona. Y sobre todo a su papá no le gustaban algunas posturas muy intransigentes de los fariseos y rabinos.

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Amintas era un buen soldado. No era judío sino que procedía de Galacia, muchas leguas al norte de Judea, como lo demostraba su nombre, que le pusieron sus padres en honor al que era Rey de los gálatas cuando él nació. Desde pequeño a Amintas le había gustado guerrear y participar en torneos y pruebas de lucha por lo que, cuando se hizo mayor, no lo dudó lo más mínimo y se hizo soldado. En muchas ocasiones, cuando era un muchacho, había escuchado las leyendas que los ancianos de su pueblo contaban de sus antepasados, unos bravos luchadores casi invencibles, que parece ser que procedían de un lugar aún mucho más allá de Grecia e incluso de la capital del Imperio romano. Las Galias, le llamaban. Por eso Amintas estaba orgulloso de ser un descendiente de aquellos valerosos guerreros y procuraba honrar siempre a tan ilustres antepasados. Ahora era ya un guerrero veterano, curtido en cientos de batallas y campañas y Amintas empezaba a pensar qué haría cuando ya no tuviera condiciones para ser soldado.
En una de las expediciones que su ejército había hecho hacía ya algunos años, las tropas gálatas habían llegado hasta el suroeste de Asiria. Allí Amintas se enteró de que, un poco más al sur, en Palestina, el rey Herodes estaba reclutando guerreros. Aunque Palestina era una provincia romana desde hacía ya bastante tiempo, al rey Herodes le gustaba mantener su ejército entrenado y formado por los mejores luchadores, para poder imponer su ley sin resistencia. A cambio, decían que Herodes pagaba muy bien a sus soldados. Amintas pensó que podía pasar sus últimos años como soldado en Palestina y luego, con lo que ahorrara, podría establecerse como posadero o comerciante en un sitio de clima benévolo como la costa de Judea, bien diferente al duro clima del interior de Galacia. Al fin y al cabo sus padres hacía ya muchos años que habían muerto y no tenía más familia, y  además él había pasado la mayor parte de su vida peleando fuera de Galacia por lo que pensó que nada le unía ya a su tierra natal y que se convertiría en soldado de fortuna, pues lo de mercenario era una palabra que no le gustaba utilizar en absoluto.
Pero Amintas no era un traidor. Por eso, en lugar de marcharse de noche y a escondidas como un desertor, decidió pedirle permiso a su capitán, con el que había luchado desde que ingresó en el ejército. A su capitán no le hizo ninguna gracia que Amintas quisiera marcharse, pues sabía que le costaría trabajo encontrar a un buen soldado como él, pero sabía que Galacia pagaba tarde y mal, y, en agradecimiento a los innumerables servicios que Amintas había prestado a su ejército, decidió concederle la licencia para que marchara a enrolarse en la guardia de Herodes.
De eso hacía ya algo más de tres años. En ese periodo de tiempo Amintas, gracias a su carácter disciplinado, racional y ecuánime, pero a la vez valeroso y decidido, se había ganado el respeto y la consideración de sus nuevos superiores en el ejército hebreo. Todo ello, unido a su capacidad de lucha y a la fuerza que aún mantenía pese a que ya no era ningún jovenzuelo, hizo que en poco tiempo fuera promovido a oficial de la guardia de Herodes.
Como oficial, Amintas tenía una vida bastante cómoda pues ya no tenía que convivir con la soldadesca, tenía su pequeña habitación para él solo y no tenía que comer del rancho de la tropa sino que comía junto con los otros oficiales un menú sensiblemente mejor elaborado. Además su trabajo era fácil pues se limitaba a controlar el orden público y sofocar algunos mínimos desórdenes o pequeñas revueltas en alguna ciudad del reino y poco más. Y siempre, para los casos en los que la cosa podía ponerse más fea, estaban los romanos, aunque el rey Herodes ya se encargaba de transmitir al jefe de su guardia constantemente que no quería que los romanos intervinieran lo más mínimo en lo que él llamaba “asuntos internos” de Palestina.

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En esas cálidas noches de Judea, en las que los rebaños se quedaban en el campo al cuidado de los pastores, a Ezequiel, que poco a poco iba aprendiendo ya tanto a cultivar la huerta como a pastorear y explotar el rebaño de ovejas familiar, le gustaba sentarse junto a su padre y los demás pastores en torno al fuego. Entonces compartían la comida y se ponían a charlar, contando los últimos acontecimientos del pueblo o narrando viejas historias y tradiciones de Israel. A Ezequiel le encantaba escuchar aquéllas historias que nunca sabía si eran verdaderas o inventadas. Probablemente algo hubiera de ambas circunstancias en ellas pues el hecho inicial que se tratara era adornado con mil y una vicisitudes y argumentos, exagerados unos, verosímiles otros, absolutamente disparatados otros más, pero que le acababan dando a la historia/leyenda un indudable atractivo para ser escuchada a la luz de una buena lumbre una vez se había llenado el estómago con una variada cena campestre, en la que los pastores se repartían todo aquello que les habían preparado a cada uno en su casa.
Y eran muchas las historias que se contaban una y otra vez en aquellas largas noches de convivencia a la intemperie. Muchas de ellas se recogían en los libros sagrados y otras no, otras eran leyendas, relatos o incluso tan sólo cuentos que no estaban escritos en ningún sitio y que habían pasado de padres a hijos por tradición oral. Estaba la historia de David, el que llegaría a ser luego rey de Israel, que, siendo todavía casi un niño, derrotó al gigante filisteo Goliath tan sólo con una honda y cinco piedras. O aquella otra del forzudo Sansón que derrumbó el templo de los filisteos tan sólo con la fuerza de sus brazos. También estaba la historia del juicio del rey sabio Salomón, hijo de David que supo discernir entre las dos mujeres que reclamaban la maternidad de un niño. Y la de José, que interpretó los sueños del faraón y pasó, de estar preso a ser su ministro y consejero. Y por supuesto la de Moisés, que liberó a los judíos de los egipcios y que llevó al pueblo de Dios a la Tierra Prometida después de vagar cuarenta años por el desierto.
De todas aquellas historias, a Ezequiel le llamaba mucho la atención la del Mesías, el futuro Rey de los judíos que llegaría un día para reinar sobre todos los hombres. Ezequiel no acababa de entender muchas cosas referentes a este relato: si ellos ya tenían un rey, en este caso Herodes o el que fuera... ¿cómo iba a llegar otro Rey para reinar? ¿De dónde iba a salir? Para reinar sobre todos los hombres ¿llegaría con un gran ejército y los dominaría a todos? En fin que esa historia era muy extraña, a la par que intrigante, lo que la hacía aún más atractiva.

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Amintas llevaba varios días sospechando que algo pasaba. Como se solía decir, el patio estaba revuelto. Los oficiales habían recibido instrucciones, por orden del comandante de la guardia judía, de estar constantemente en estado de alerta. Debían vigilar y controlar que los soldados estuvieran permanentemente preparados para cualquier eventualidad, con el armamento tanto defensivo como ofensivo en perfecto estado de revista; las guardias se habían doblado y se habían cancelado todos los permisos. Y era raro porque Jerusalén estaba tranquila. En otras ocasiones, precediendo a las revueltas solía haber comentarios y los informadores que tenían los soldados entre los ciudadanos siempre se acababan enterando de que algo iba a ocurrir. Pero esta vez era diferente: la población estaba abastecida y no había síntomas de que se estuviera preparando nada. Antes al contrario, todo estaba muy tranquilo... ¿quizás demasiado tranquilo?


                                       

Parecía ser que el rey estaba nervioso. Sus astrónomos le habían informado de que habían descubierto una nueva estrella. Tampoco es que ese hecho tuviera una mayor relevancia porque era algo que ocurría con relativa frecuencia. Lo que pasaba es que esta vez había algo distinto. Los sabios de la corte le decían que la estrella, que inicialmente estaba muy baja sobre el horizonte, estaba cambiando de posición, y se movía con bastante más rapidez que el resto de las estrellas del firmamento. Pero sobre todo lo que les preocupaba es que la estrella, que en principio emitía una luz muy débil, parecía que iba ganando intensidad poco a poco, como si se estuviera acercando a la Tierra.
Herodes, que en principio no había dado mayor importancia a la aparición de la estrella, cuando se enteró de que ésta parecía como si se acercara cada vez más, empezó a preocuparse. Tenía miedo de que la estrella acabara cayendo del cielo y destruyera su reino. Muchas leyendas decían que así sería el fin del mundo. Por eso reunió y convocó a astrónomos, sacerdotes y escribas de todo el país y les pidió que buscaran e investigaran si en algún documento antiguo se hacía referencia a esta nueva estrella, o si había alguna profecía que anunciara que algo iba a pasar cuando apareciera una nueva estrella en el cielo.

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Aquélla parecía que iba a ser otra noche más. Ezequiel, después de llevar un rato escuchando las conversaciones de su padre con los otros pastores, empezó a notar que le picaban los ojos y que los párpados se le cerraban. Por eso, como solía hacer cuando cada noche aparecían esos síntomas ineludibles de que el sueño comenzaba a vencerle, extendió su manta junto a la de su padre y se acurrucó junto a él tapándose con su pelliza para que el relente de la noche no le hiciera coger frío y le dejara entumecidos los huesos.
De repente, cuando ya estaba casi completamente dormido, empezó a escuchar a lo lejos unos gritos que, poco a poco se iban haciendo más intensos, conforme quien los emitía se iba acercando a la carrera: “¡Eh! ¡Vosotros! ¡Escuchad lo que ha pasado! ¡Es increíble!”. Los pastores que compartían fuego y cena con Ezequiel y su papá se incorporaron, al igual que ellos, y se dirigieron al encuentro de la persona que venía gritando por la vereda, a la que pronto reconocieron como otro de los pastores que guardaba su rebaño, junto con los de otros, a poca distancia de donde ellos lo hacían, tan sólo a unos centenares de pasos río abajo.
Cuando el exaltado visitante llegó a donde ellos se encontraban, todos le pidieron que se tranquilizara y que les contara lo que había sucedido. El pastor, que apenas podía hablar porque venía corriendo y aún no había recuperado el resuello, comenzó a decir con la voz entrecortada: “Allí, ha sido allí, junto a los alcornoques... De repente hubo como una ráfaga de fuerte viento seguida de un extraño resplandor, como el de un relámpago mantenido unos breves instantes, sin que fuera seguido de ningún ruido de truenos y... ¡Una aparición! ¡Un espíritu! ¡Un ángel!...”. Todos los presentes abrieron los ojos como platos y giraron sus cabezas en la dirección en la que señalaba el recién llegado... pero allí no se veía nada. Sólo empezaban a escucharse a lo lejos algunas voces, también exaltadas, de los otros pastores que formaban el grupo que acampaba allí abajo.
Poco a poco el visitante se fue recuperando y, a instancias de su improvisado y expectante auditorio, pudo iniciar el relato de lo que había pasado: “Estábamos acabando de cenar y charlábamos tranquilamente cuando, de repente, sonó como una fuerte ráfaga de viento y allí, encima de un alcornoque, en medio de un fuerte resplandor se apareció una figura celestial. Nos miró a todos con cara de alegría y nos dijo: 'Paz a vosotros. No os asustéis. Vengo a anunciaros la Buena Noticia: ha nacido el Mesías, el Redentor, el Rey de los Judíos. En un humilde establo en Belén ha nacido un niño, llamado Jesús, que reinará en el Mundo. Id a adorarlo y transmitid la Buena Nueva a todos los hombres de bien'. Y luego, desapareció tal y como había aparecido”.
Aunque alguno de los pastores no daba crédito al relato que acababan de escuchar, la mayoría sí lo hizo porque conocían a quien lo había contado y sabían que era un hombre serio, formal y cumplidor. Además a los pocos instantes llegaron un par de compañeros más que confirmaron punto por punto todo lo que había dicho el primero de los pastores.
Poco a poco una enorme alegría fue inundando la reunión de los pastores. Casi todos ellos conocían la profecía que anunciaba que llegaría un Rey que surgiría de entre los pobres y cuyo reinado duraría hasta el fin de los días. Así que decidieron obedecer al Ángel y empezaron a prepararse para marchar hacia el pueblo y buscar el portal donde había nacido Jesús. No obstante como los rebaños no podían quedarse sin vigilancia en el campo, decidieron recogerlos cada uno en su establo y, después de eso ponerse en camino hacia Belén para ir a adorar al Rey de los Judíos.

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La estrella que se aproximaba desde Oriente se hacía cada vez más brillante sobre el horizonte. No es que aquello preocupara lo más mínimo a Amintas pues, aparte de su rudeza forjada en tantos años como soldado, él era un pragmático por naturaleza, con lo cual, si por lo que fuera aquello iba a ser el final del mundo -que él no lo creía- tampoco iba a poder hacer nada por evitarlo, luego lo que tuviera que ser pues sería y ya está. Pero sí que notaba que bastantes de los habitantes de Jerusalén murmuraban unos con otros y se les veía bastante atemorizados a unos, y sin embargo a otros se les veía como ilusionados o incluso contentos, por no sé qué profecía de que se acercaba el Mesías que iba a guiar al pueblo de Israel. Y a esto último sí que empezaba a darle vueltas en su cabeza Amintas pues si, por la razón que fuera, aparecía una persona que decía por sí, o en boca de otros, que iba a ser el rey de Israel, eso sí que estaba completamente seguro de que le iba a acarrear bastantes problemas a Herodes y, por correlación directa, a todos los miembros de su guardia, desde el comandante en jefe hasta el último de sus soldados.
Y una tarde ocurrió algo que se podría decir que fue el detonante de todo lo que sucedió después. Al castillo de Herodes llegó una comitiva no muy numerosa -eran varios camellos y algunas bestias de carga-, pero si bastante extraña: la componían tres personas de atuendo un poco estrafalario, junto con algunos sirvientes. Tenían pinta de venir desde bastante lejos, tanto por sus ropajes como por sus ornamentos. Alguno de ellos hablaba hebreo pero con un acento muy extraño. Desde luego lo que sí parecía claro es que pertenecían a una clase social alta: nobles o aristócratas, quién sabe si príncipes o algo más. Se presentaron como científicos y astrónomos que procedían del lejano Oriente y solicitaron ver al rey Herodes. Aunque quizás en condiciones normales se les hubiera despachado sin muchos miramientos diciéndoles que el rey estaba ocupado o poniéndoles alguna excusa banal, lo cierto es que, dadas las circunstancias y acontecimientos de los últimos días, Amintas, que ese día ejercía como oficial de guardia, decidió avisar al edecán de protocolo de palacio por si consideraba oportuno dar parte al rey de los visitantes, cosa que el edecán hizo sobre la marcha.
Y a fuer que tomó la decisión acertada pues el rey, nada más escuchar la palabra “astrónomos” dio instrucciones para que se les facilitara el acceso al palacio, les permitieran asearse y aprovisionar a sus animales y los condujeran al salón de audiencias donde él comparecería en el menor espacio de tiempo posible.
Como oficial de guardia, y aunque los extranjeros no parecían en absoluto peligrosos y para nada violentos, a Amintas le correspondió, junto con un par de soldados, acompañar a los visitantes al salón de audiencias. Allí pudo comprobar como, al poco rato, compareció el rey con la mejor de sus sonrisas, lo cual no dejaba de ser hasta cierto punto bastante paradójico pues Herodes tenía fama -y todos los que lo frecuentaban podían asegurarlo- de no sonreír jamás.
Una vez el rey se acomodó en el trono, indicó a los sirvientes de palacio que acercaran sillones para que los extranjeros pudieran sentarse cerca de él. Cuando tomaron asiento, hizo uso de la palabra el que parecía mayor de los tres invitados y se presentó a Herodes en los mismo términos en que lo había hecho al llegar a palacio, diciendo que eran científicos llegados desde muy lejos y que el motivo de su visita era que venían siguiendo a la estrella que no dudaban que el rey ya habría visto o tendría noticias de ella. Y, a continuación pronunciaron la frase que percutió en la cabeza de Herodes como si fuera un tremendo golpe, hasta llegar a dejarle perplejo: “¿Donde está el rey de los judíos? Sabemos que ha nacido y nos ha guiado hasta aquí la estrella que marcaba la ruta de oriente a occidente. Venimos a adorarle”. 

                                         

Herodes se quedó callado durante unos instantes sin saber qué decir. Su asombro era tal que Amintas llegó a su vez a sorprenderse de que no hubiera estallado en un arrebato de ira por que alguien pusiera en duda que él y solo él era el rey de los judíos. Pasados unos instantes empezó a decir a sus invitados en tono serio y circunspecto que allí no había otro  rey de los judíos  aparte de él y que  ni siquiera el prefecto  de Roma  -mintió- tenía poder sobre él o sobre sus ejércitos. Pero cuando parecía que iba a seguir con ese discurso, de buenas a primeras se levantó -cosa que hizo que sus invitados, obviamente, se levantaran a la par que él- y se dirigió a su despacho, que estaba adyacente al salón de audiencias. Allí rebuscó entre los diferentes pergaminos que había sobre la mesa hasta que encontró el que buscaba: uno que le había entregado el sumo sacerdote hacía unos días cuando los había convocado para que le informaran sobre profecías o leyendas sobre la nueva estrella. Y, lentamente, releyó una a una las palabras que decía el viejo pergamino:
                        “Y tú, Belén, de la tierra de Judá,
                        No eres la más pequeña entre los príncipes de Judá;
                        Porque de ti saldrá un guiador,
                        Que apacentará a mi pueblo, Israel”

Después de permanecer de pie en silencio durante unos segundos, Herodes retornó al salón donde estaban los visitantes y les indicó que volvieran a sentarse, a la par que él también volvía a tomar asiento. Su rostro, que se había tornado serio cuando los extranjeros le habían comentado su intención de adorar al nuevo rey de los judíos, se tornó repentinamente sonriente y tomó la palabra para dirigirse a sus invitados y decirles que, tras consultar sus documentos, efectivamente había una profecía que anunciaba el nacimiento en el pueblo de Belén de alguien muy importante para su pueblo. Continuó diciéndoles que, como no podía ser de otra forma, él, como rey de Judea, quería conocer a esa persona por lo que les rogaba que fueran a Belén a verlo y que, cuando lo hubieran encontrado, volvieran a verlo o le mandaran aviso indicando dónde estaba. También les dijo que, dada la relevancia del recién nacido, no debían demorar mucho su marcha para poder localizarlo cuanto antes.
A los tres extranjeros les pareció bastante razonable la postura del rey, por lo que quedaron en hacerlo de esa manera y, sin mediar más que las correspondientes palabras de cortesía, se dispusieron a seguir su camino.
Amintas juraría que, cuando abandonaba la estancia para acompañar a los científicos a donde se encontraban sus sirvientes y las cabalgaduras, pudo observar como Herodes sonreía con una mirada maliciosa reflejada en su rostro, lo que le provocó cierta intranquilidad. Sabía que el rey estaba tramando algo.

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Una vez que hubieron recogido el rebaño en el establo que había junto a su casa en el campo, y después de descansar un poco pues con el ajetreo de la noticia y el desplazamiento de regreso a casa, la noche la habían pasado prácticamente en blanco, el papá de Ezequiel comenzó con los preparativos para desplazarse a Belén a buscar al Niño que había nacido y que según el Ángel de la aparición era el nuevo rey de los judíos. Ezequiel observaba con detenimiento como su padre cogía un pequeño zurrón y ponía dentro algo de comida para el camino, llenaba su cantimplora y se calzaba los zapatos que utilizaba cuando tenía que recorrer distancias mayores que las de salir a pastorear con las ovejas. Cuando ya lo tenía todo preparado, se dio cuenta de que Ezequiel lo estaba mirando fijamente y comenzó a sonreír. Finalmente, le espetó: “¿Quieres venir conmigo?” y Ezequiel, pegó un salto lleno de alegría, loco de contento “¡Pues claro que sí papá!”. Él también quería conocer al Mesías a ese Salvador que decía la profecía que guiaría para siempre al pueblo judío. Así que también se puso a preparar un par de cosillas para el corto viaje hasta Belén. Desgraciadamente no sospechaba que en unos instantes, aquél día en el que todos en su familia se encontraban tan felices, iba a convertirse en uno de los peores días de su vida.
Porque, cuando ya estaban prestos para partir, su papá pronunció aquellas palabras que sonaron como un trueno en los oídos de Ezequiel: “He pensado que debemos llevar algún regalo al Mesías. En esta época la huerta no produce nada, así que le llevaremos un cordero. Ezequiel, coge al cordero más pequeño, que se lo llevaremos al Mesías como presente”.
Ezequiel se quedó petrificado. No sabía qué decir... “Pero papá..., ahora no hay corderos pequeños..., el único cordero es Lucerito..., mi cordero preferido...”. “Pues le llevaremos a Lucerito Ezequiel. Si va a ser el rey de los judíos debemos ofrecerle nuestro mejor presente”, dijo su papá sin prestarle tampoco mucha atención. Su papá continuó explicando las razones por las que debían llevarlo: que si las demás ovejas eran ya mayores y su carne no era tan tierna., que si ahora las ovejas no producían apenas leche, y otras varias razones que argumentaban su decisión, pero que Ezequiel ni siquiera escuchaba pues aún se encontraba conmocionado con la decisión de su padre. En su cabeza sólo tenía sitio para pensar “Mi pobre Lucerito, mi Lucerito..:”.
Finalmente su padre decidió que debían emprender ya la marcha. Ezequiel con lágrimas en los ojos, y dado que la postura de su padre parecía ser irrevocable pensó primero en no acompañarlo. Pero luego pensó que sería mejor acompañar a Lucerito. Igual su padre se arrepentía en el último momento, y, si ése no era el caso, al menos podría despedirse de su querido Lucerito. Así que le pidió permiso a su papá para ser él el que llevara sobre sus hombros al pequeño Lucerito y, después de despedirse de su mamá, a la que dio un fortísimo beso y un abrazo aún mayor, y de su hermanito Daniel, echaron a andar por el camino que llevaba a Belén...

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Y por fin pasó lo que Amintas temía tanto que pasara. Habían transcurrido unos días desde la visita de los científicos extranjeros y, dado que Belén se encuentra cerca de Jerusalén, a menos de un día de camino, Herodes se percató de que, por la razón que fuera, los astrónomos no habían cumplido con lo que habían acordado y no regresaron a palacio para informarle sobre el lugar exacto donde se encontraba ese Mesías.
Como no podía ser de otra forma, Herodes montó en cólera y dio órdenes para que buscaran a los extranjeros y los llevaran ante su presencia, aunque sabía que, si éstos habían emprendido ya el viaje de vuelta y se habían adentrado en el desierto, sería difícil localizarlos. Tenía que hacer algo y pronto. No podía permitir que nadie cuestionara su autoridad, y, mucho menos, que hubiera alguien por ahí autoproclamándose rey de los judíos. Tenía que acabar con aquello y cuanto antes mejor. Además, lo que hiciera debía servir de escarmiento para evitar que en el futuro volviera a surgir algún impostor con esa misma patraña del Mesías...
Por eso, tras pasar un largo rato pensando qué podía hacer para llevar a cabo todo aquello y evitar que el Mesías le restara protagonismo y quién sabe si poder, se dirigió a su despacho y ordenó a uno de los escribas de su corte que le acompañara. Allí se llevó dictándole durante un buen rato, y cuando el escriba hubo terminado, tras comprobar que el pergamino decía efectivamente lo que él había dispuesto, estampó su sello de lacre al final del documento y luego lo lió y lo cerró con una cinta, mientras le decía a uno de sus asistentes que llamara al capitán de la guardia.
Cuando el capitán se presento ante él, le hizo entrega del pergamino y únicamente pronunció las siguientes palabras: “Son mis deseos y mis órdenes. Tienes que llevarlas a cabo de manera inmediata”. El capitán recogió el pergamino y mientras se cuadraba ante el rey pronunció con marcialidad: “Así se hará, mi señor”.

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Ezequiel caminaba hacia Belén detrás de su papá, cargando con Lucerito sobre los hombros. Aunque él nunca desobedecía a su papá, la verdad es que le costaba mucho trabajo entregar a otra persona a su Lucerito. Por eso se iba quedando rezagado continuamente, y su papá tenía que llamarle la atención para que aligerara el paso pues si no, no llegarían a Belén hasta bien entrada la tarde.
Pero Ezequiel tenía la mente en otro sitio. Recordaba cómo había cuidado a Lucerito desde que tenía tan sólo unos pocos días de vida, cómo le preparaba los biberones con leche para que se pusiera pronto grande y fuerte, cómo lo aseaba para que estuviera siempre limpio y su todavía corto pero denso pelaje de lana pareciera siempre sedoso y resplandeciente. Recordaba también que en las noches frías de invierno, en ocasiones lo cogía para que durmiera junto a él en el calor del hogar junto a la lumbre y no se quedara con el resto del rebaño pasando frío en el establo. Recordaba cómo le gustaba notar, cuando se tendía junto a él, su respiración frecuente pero calmada y su corazón latiendo rítmica y acompasadamente dentro de su todavía pequeño cuerpecito. Lucerito, por su parte, le correspondía con algunos tímidos y cariñosos lametoncillos y con algún que otro pequeño balido, muy agudo, con el que mostraba su satisfacción y lo a gusto que se encontraba.
Con esos recuerdos tan bonitos y esos sentimientos tan profundos, Ezequiel y su papá iban aproximándose poco a poco a Belén, donde se produciría el momento tan temido y jamás esperado de su separación definitiva de su Lucerito de su alma. Ezequiel no podía comprender cómo su papá no había elegido cualquier otro presente para regalárselo al Mesías. No es que ellos fueran ricos, pero estaba seguro de que si se hubieran puesto a buscar, habrían encontrado algo que hubiera sustituido al regalo elegido. El jamás desobedecía a su papá, pero la verdad es que sabía que le iba a costar mucho trabajo desprenderse de Lucerito cuando llegara el momento de hacerlo. En esas diatribas pensaba Ezequiel mientras se iban acercando a Belén.

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            El capitán había convocado de urgencia a todos los oficiales de la guardia de Herodes. Amintas sabía que eso no ocurría con frecuencia, sólo en casos verdaderamente graves. Por eso se preparó para escuchar con atención las órdenes que les iba a transmitir su capitán porque sabía que serían, sin ninguna duda, órdenes de suma importancia.
            Una vez se encontraban todos los oficiales en la pequeña sala adjunta al cuerpo de guardia, apareció el capitán y, como siempre, todos se pusieron inmediatamente de pie, cuadrándose con disciplina militar. El capitán, que en muchos de los casos era compañero de algunos oficiales desde hacía muchos años, les indicó con un ademán, restando importancia al saludo militar, que abandonasen su posición de firmes, descansaran y tomaran asiento. Todos pudieron comprobar que el semblante del capitán era serio, incluso podría decirse que preocupado, por lo que se fueron confirmando sus temores de que las órdenes serían graves y de importancia. El militar dio un repaso visual por toda la sala, y una vez comprobó que todos sus oficiales estaban presentes, empezó a hablarles con tono grave y mirándoles fijamente a los ojos, como en las ocasiones más relevantes:
            “Muchos de vosotros me conocéis desde hace años. Hemos combatido juntos y luchado en más de cien batallas. En todas ellas distéis lo máximo y obedecisteis mis órdenes con lealtad, disciplina y honor y eso es algo que de lo que no tengo palabras para agradecéroslo. Sabéis también que siempre he procurado ser ecuánime y justo en mis decisiones, pero también sabéis que nuestro principal cometido es obedecer las órdenes sin cuestionarlas lo más mínimo. Probablemente os voy a dar la orden más difícil que os haya dado jamás nadie, y que probablemente os dará nadie en el resto de vuestras vidas: cada uno de vosotros marchará con su pelotón a la aldea de Belén. Allí, en la propia aldea y en los alrededores que se encuentren a menos de dos leguas, debéis de pasar por las armas y matar a todos los niños menores de dos años. No debe quedar ninguno vivo. Como oficiales de la guardia debéis ser vosotros los que llevéis a cabo las ejecuciones, no dejéis que sean vuestros soldados los que cumplan la orden porque algunos dudarán y otros, sobre todo los más jóvenes, puede que sean incapaces. Así que, repito, vosotros personalmente debéis cumplir las órdenes. Utilizad a los soldados de vuestro pelotón para contener a los familiares. Y cuidado que alguno puede intentar evitar por la fuerza que cumpláis vuestra misión”.
            Después de estas palabras se hizo un silencio sepulcral en la sala de oficiales. El capitán se quedó como vacilante durante unos instantes, para después pronunciar una frase que se clavaría como un dardo en el corazón de aquellos hombres duros de espíritu, inconmovibles y curtidos en mil batallas: “Afilad bien vuestras dagas y espadas... Sabéis... -vaciló nuevamente el capitán- sabéis que un tajo en el cuello es rápido y relativamente indoloro.... Partid de inmediato”.
            Normalmente todas las veces que se reunían con su capitán, al acabar, todos se ponían de pie de un salto y solían responder con voz alta y clara un “¡A la orden, mi capitán!”. Aquella vez fue distinto. Si bien todos se levantaron para despedir a su capitán, esta vez no lo hicieron como movidos por un resorte. Diríase incluso que algunos lo hicieron con lentitud y parsimoniosamente, como si estuvieran aún conmocionados por lo que acababan de escuchar.  Y el “¡A la orden, mi capitán!” sonó a destiempo, sin ningún entusiasmo y quizás incluso sin unanimidad de los asistentes.
            Amintas, como algunos de sus compañeros, estaba afectado. Salió de  la sala sin cruzar palabra con nadie y ensimismado, como pensando para sus adentros. Nunca había rechazado una orden, siempre hasta ese mismo día había obedecido de manera inmediata y sin rechistar todas las órdenes que le habían dado los que habían sido sus jefes durante toda su vida, por difíciles que hubieran sido de llevar a cabo. Recordó cuando, estando aún en el ejército gálata, tuvo que mandar a sus hombres un asalto ladera arriba contra un enemigo superior en número de tres a uno. Muchos de sus compañeros murieron ese día, mas la batalla se decantó de su lado, tal era la bravura y valentía con la que combatieron aquélla vez. Pero ni él ni ninguno de los soldados a sus órdenes vacilaron lo más mínimo para cumplir la orden. También recordó cuando, estando ya al servicio de Herodes, se le ordenó reprimir unas revueltas contra el rey en una ciudad al norte de Judea. Le dijeron que lo hiciera sin piedad y así lo hizo.
            Pero aquello era distinto: estaban ordenándole en definitiva, que asesinara a niños menores de dos años, a sangre fría y sin que mediara el más mínimo motivo aparente para actuar contra la población de la aldea de Belén. Él nunca había dicho “no” a una orden. Siempre había sido disciplinado. Pero él sólo era un soldado que estaba dispuesto a morir por su jefe, si hubiera hecho falta. Él no era un asesino de niños.
            Y así, cabizbajo y taciturno, dándole vueltas a mil ideas en su cabeza, se dirigió a sus aposentos para prepararlo todo y partir de inmediato como le habían ordenado.

* * * * * * * * * *

            Cuando Ezequiel y su papá llegaron a Belén notaron que en la pequeña aldea estaba todo un poco revuelto. Todo el mundo hablaba de unos visitantes extranjeros que se habían marchado hacía sólo un par de días que parecía ser que habían ido a ver al hijo recién nacido del carpintero que acababa de llegar al pueblo junto con su esposa,   procedentes de Nazaret. Muchos de los habitantes de Belén decían que ya habían visto a ese Niño milagroso y se mostraban felices y radiantes de alegría. Por eso, al papá de Ezequiel no le fue difícil conseguir que le indicaran donde estaba el Niño al que ya se le llamaba el Mesías por toda la comarca.
            Efectivamente, al final de una de las últimas calles del pueblo, estaba el establo en el que se había cobijado aquella familia en la que parece ser que había nacido el Mesías, el futuro rey de los judíos. Mientras se dirigían hacia allí, tanto Ezequiel como su papá no dejaban de pensar en una cosa que les llamaba mucho la atención: ¿cómo era posible que un rey fuera a nacer en un establo miserable, rodeado de animales y sin las menores condiciones, no ya de lujo, sino de seguridad y limpieza? Pero el Ángel lo había dejado muy claro: allí se encontraba el rey de los judíos.
            Al llegar al portal, Ezequiel y su padre se encontraron con un matrimonio que cuidaba a un Niño pequeño. Su madre lo tenía cogido en brazos pues allí no había mueble alguno. Ni siquiera camas. Un viejo pesebre había sido reutilizado como pequeña cuna para el Niño mientras sus padres deberían dormir en jergones de paja o directamente en el suelo. Tan sólo se encontraban allí, aparte de ellos, otros dos pastores que habían ido a conocer también al Mesías.

                                     

            Y llegó el nunca esperado momento. El papá de Ezequiel dijo a los padres de Jesús, que así se llamaba el Niño, que le llevaban un pequeño obsequio que les iba a entregar su hijo a continuación. Entonces Ezequiel, contra lo que había pensado, no sólo no tuvo el menor reparo en entregar a Lucerito a aquella familia sino que, antes bien, lo hizo gustosamente y sin el menor remordimiento. Algo había en aquel Niño que, cuando instantes antes había apartado la mirada de su Madre, había puesto sus ojos sobre él y le había sonreído, una extraña sensación de paz y de bienestar le había inundado desde la cabeza a los pies.
            Durante el camino de vuelta, el papá de Ezequiel, viendo como éste caminaba despreocupado y diríase que inclusive alegre, le dijo a su hijo: “Ezequiel, estoy muy orgulloso de ti. Le has entregado a esa familia tu corderito, has sido obediente y no has llorado”. Ezequiel se paró y, sin decirle nada a su papá, saltó sobre él y le dio un fortísimo abrazo. A continuación ambos siguieron caminando con destino a casa. Ezequiel ya imaginaba la comida rica y humeante hecha por su mamá, que a buen seguro les esperaría cuando estuvieran de regreso en casa.

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            Cuando quedaba ya poco para llegar a casa, menos de media legua, Ezequiel y su papá vieron cómo a lo lejos se les acercaba corriendo a todo prisa, gritando y haciendo aspavientos su vecino Josué. Cuando estaba ya a poca distancia, se les encogió el corazón cuando pudieron escuchar claramente sus palabras: “¡Soldados!, ¡Rápido, tenéis que llegar a casa cuanto antes! ¡Tu pequeño está en peligro!”. Al llegar a su altura siguió: “¡Buscan a los niños pequeños para matarlos! Yo no tengo ya hijos menores pero Daniel sí lo es y...” Pero Ezequiel y su papá ya no pudieron escuchar estas palabras pues, nada más oír que Daniel estaba en peligro, habían echado a correr hacia su casa.
            Efectivamente, tras doblar el último recodo del camino pudieron ver a lo lejos un grupo de soldados junto a la puerta de su casa. A Ezequiel también le pareció distinguir la figura de su mamá, que dialogaba con uno de los soldados. Esto hizo que aceleraran aún más en su carrera, mientras el papá de Ezequiel empezaba a gritar con todas sus fuerzas: “¡Dejadla en paz!, ¡Marchaos!”…

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            Amintas había decidido empezar la tarea que le habían encomendad por las granjas y viviendas de los pastores de la zona más al sur de la ciudad. Así que, junto con el pelotón de 20 hombres completamente equipados, comenzó a inspeccionar algunas de aquellas humildes casas de campo del extrarradio de Belén. Llevaban ya tres granjas inspeccionadas y no podía negar que con gran pero disimulado alivio, habían comprobado que en ninguna de ellas vivía ningún niño menor de dos años. Mientras se aproximaban a la cuarta no podía dejar de pensar en que ojalá tuvieran mucha suerte y  en ninguna de las viviendas que iban a visitar hubiera ningún pequeño al que hubiera que aplicar las órdenes de Herodes.
            Pero él sabía que eso no iba a ocurrir y que, con total seguridad, más temprano que tarde, darían con alguna familia que tuviera hijos pequeños…
            En aquélla cuarta casa se veía salir humo por la chimenea, lo que indicaba con total seguridad, que había personas dentro en aquel momento. Previendo que, como no podía ser de otra forma, sus moradores pudieran oponer resistencia, ordenó a sus hombres que tuvieran prestas sus armas, mientras él, una vez desenvainada su espada corta, con la empuñadura golpeaba con fuerza en el portalón de entrada a la vivienda: “¡Ah de la casa!... ¡Abrid a la Guardia del Rey Herodes!”
            Al momento pudo comprobar cómo le abría la puerta una mujer muy hermosa, aún joven, pero sobre la que empezaba ya a notarse el paso de los años, sin que ello le restara todavía ni el más mínimo atractivo. Por un instante y pese a tener entre manos el desempeño de aquella trágica misión, a Amintas le dio tiempo a pensar que ojalá el pudiera encontrar una mujer así, para retirarse del Ejército e irse a vivir junto al mar.
            La mujer, cuando se dio cuenta de quienes eran sus visitantes, palideció de miedo y antes de que éste le dirigiera la palabra empezó a decirle al oficial que su marido no estaba pero que llegaría en unos instantes, porque había ido un momento a la fuente a recoger algo de agua -mintió sin mucha convicción-. En ese preciso instante, desde el fondo de la estancia, se escuchó el llanto de Daniel, que estaba ya impaciente por tomar su almuerzo. Amintas desvió la mirada hacia el lugar desde el que provenía el llanto, empuñó su espada y abriéndose paso con el brazo se introdujo en la vivienda, mientras la expresión de aquella mujer tornaba del miedo al terror.
            Mientras Amintas entraba en la casa pudo escuchar las voces que llegaba pegando un hombre,  que debería ser el marido de aquella mujer y con el rabillo del ojo comprobó cómo sus soldados lo reducían y lo mantenían inmovilizado, mientras el hombre forcejeaba por librarse de sus captores para entrar en la casa y ayudar a la mujer.

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            Cuando Ruth abrió la puerta de su casa y vio que quienes la visitaban eran los soldados de Herodes, se echó a temblar. Pese a que había algo en la mirada de aquel soldado que parecía incluso inspirarle confianza, aquella visita no presagiaba nada bueno, pues los soldados nunca visitaban a los granjeros, salvo que alguno no pudiera pagar los impuestos y fueran a exigirles el pago o a arrestarlo por dicho motivo. Ella estaba segura que Bernabé pagaba todos los tributos con puntualidad, por lo que no se imaginaba cuál podría ser el motivo de aquella visita. Con toda la convicción que pudo reunir mintió al oficial y le dijo que su marido estaba apunto de llegar, que había ido a recoger agua de la fuente, con el objeto de ganar todo el tiempo que pudiera, aunque no tenía ni la menor idea de cuándo volverían Bernabé y Ezequiel de Belén.
            En ese instante, Daniel empezó a llorar. Era la hora de su merienda y la criatura se quejaba de que todavía su mamá no le tuviera preparado su almuerzo. Entonces el soldado que estaba hablando con ella, como motivado por el llanto del niño, penetró en la casa, buscando con su mirada el origen de aquellos lloriqueos. Ruth, que pareció adivinar la intención del soldado, notó como el pánico se apoderaba de ella. Afuera empezó a escuchar los gritos de su marido, al que parecía que los soldados retenían, pero su instinto maternal le decía que se olvidara ahora de Ezequiel y su marido porque el que necesitaba ayuda inminente era Daniel.
            Efectivamente, el soldado había localizado rápidamente la pequeña cuna de donde procedía el llanto del pequeño y pudo comprobar como dentro de ella se removía inquieto su hijo que aún no había cumplido el año de edad. El soldado se volvió hacia ella y le dijo en tono seco e insensible: “Tu hijo tiene que morir”.
            Ruth, notó como la sangre se helaba en su corazón y lanzó un grito de terror que hubiera amilanado a cualquier otra persona que no fuera un soldado como aquel, curtido en mil batallas. Pero como el soldado no hizo el más mínimo ademán de detenerse sino, antes al contrario, avanzó un par de pasos hacia la cuna, Ruth no dudó en abalanzarse contra él, con todas sus fuerzas. Ella era una mujer pequeña, pero su instinto de madre hizo que sacara fuerzas de donde no las había y de la acometida logró detener al soldado que se tambaleó a causa del golpe, aunque sin llegar a caer al suelo, mientras ella le seguía lanzando patadas y puñetazos que intentaban impactar en la cara del soldado.
            Pero la diferencia anatómica entre ambos era demasiado grande y el soldado logró inmovilizar a Ruth con uno de sus brazos, y casi llevándola en volandas, se situó junto a la cuna de Daniel. Allí alzó el brazo en el que llevaba la espada y miró al objetivo sobre el que descargaría el golpe que acabaría con su vida.
            Ruth, en un último intento por salvar a su hijo pegó un fuerte alarido que, lanzado a escasos centímetros de la cara del soldado, parece que logró, al menos momentáneamente, el pequeño milagro de que el brazo que empuñaba la espada no recorriera su mortal trayectoria hacia el cuerpo del niño.

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            Amintas, que esperaba que la mujer se desmayara cuando le viera alzar el brazo para asesinar a su hijo, pudo comprobar que no solo no ocurrió aquello que preveía, sino que escuchó el grito más penetrante y terrorífico que jamás había oído. El niño, al escuchar el terrible chillido de la madre comenzó a llorar a pleno pulmón, aumentando si cabe aún más el dramatismo de la escena.
            Entonces se paró. Con su brazo izquierdo sujetó fuertemente el cuello de la mujer rodeándolo, mientras le ponía la mano sobre la boca para tapar sus gritos. Una mano que en pocos instantes tenía empapada de las lágrimas que salían de aquellos hermosos ojos. La mujer seguía resoplando y gimiendo pese a tener la boca tapada, pero parecía haberse dado cuenta de que su estrategia a la desesperada había salvado, al menos momentáneamente, la vida de su hijo. Amintas supuso que, más tarde o más temprano, tendría que tomar aliento para recobrar fuerzas, cosa que efectivamente sucedió a los pocos segundos. En ese momento le dijo escuetamente: “¡Calla! Si quieres salvar a tu hijo, deja de gritar y calla.”
            La mujer abrió sus ojos y pareció entender el mensaje, toda vez que, paulatinamente, dejó de oponer resistencia hasta el punto de que Amintas pudo dejar de apretar su mano sobre la boca de aquella preciosa mujer y posteriormente aflojar el brazo hasta dejarla libre. Entonces le miró a los ojos directamente y le susurró en un tono apenas perceptible: “Coge al niño y haz que se calle. ¡Ahora!”.
            Ella no dudó en saltar hasta la cuna y coger en brazos al niño, quien, de inmediato, cesó en el llanto. Entonces Amintas dio un golpe con su espada sobre la mesa que había en la estancia escuchándose el ruido de un golpe seco con reminiscencias metálicas por el origen del instrumento con el que se producía, ruido que, a buen seguro se escucharía fuera de la casa. A continuación, rápidamente, se descolgó del cinto un pequeño odre, algo mayor que el tamaño de una cantimplora, lo destapó y vertió sobre la espada un líquido oscuro y viscoso que empezó a resbalar sobre el metal tiñendo la espada y el suelo bajo sus pies de un rojo sanguinolento.
            Una vez hecho esto, volvió a colgarse del cinto el recipiente, miró de nuevo a la mujer y se llevo el dedo a los labios en señal inequívoca de que siguiera guardando silencio, mientras que con la misma mano con la que empuñaba la espada cogía la mantita que hasta hacía unos instantes tapaba el pequeño cuerpecillo del niño, que ahora permanecía inmóvil y en silencio mirando con fijeza a su madre, plenamente consciente a pesar de su infantil inconsciencia, de que de aquel silencio dependía su vida.
            Amintas abandonó la estancia saliendo al exterior, donde todos sus soldados pudieron comprobar como el oficial al mando salía de la casa limpiando su espada de la sangre de aquel pequeño inocente, tras cumplir las órdenes que el rey había dictado.
            “¡Vámonos!, aquí hemos terminado”, le dijo a sus hombres. Y se pusieron en marcha hacia la siguiente granja, donde ya tenía decidido volver a repetir lo que había hecho hacía unos escasos instantes.
            Durante el camino, Amintas decidió que esa misma noche entregaría al capitán de la guardia de Herodes su escrito de renuncia, y empezó a hacer planes sobre una futura y ya muy próxima vida pacífica alejada de las armas.

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            Cuando Ezequiel y su papá, que todavía estaban retenidos por los soldados, vieron que el oficial salía de la casa limpiando su espada de sangre, ambos empezaron a gritar y a forcejear para zafarse de sus captores. Entonces el soldado dijo “¡Vámonos!, aquí hemos terminado”, a la par que hizo ademán a sus subordinados para que soltaran al Bernabé y a Ezequiel. Estos, se abalanzaron hacia el interior de la casa, prestos para descubrir el resultado de aquella trágica visita.
            Sin embargo, cuando entraron, se quedaron petrificados al contemplar como Ruth estaba en el centro de la estancia sonriéndoles, con Daniel en los brazos, mientras les hacía el ademán de que guardaran silencio. Sus lágrimas aún resbalaban por sus mejillas, pero su cara reflejaba paz y la tranquilidad después de la situación vivida. Ellos se abalanzaron sobre ella y así estuvieron, abrazados, sin pronunciar palabra, durante un buen rato.

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            Aquella noche, cuando se preparaban para cenar, apenas se cruzaban palabras en casa de la familia de Ezequiel. Todos guardaban silencio, pero, a la vez, todos se sentían inmensamente felices y se daban cuenta de lo afortunados que eran por tenerse unos a otros y poder mantenerse juntos.
            Entonces, sonó fuera en el exterior de la casa una fortísima ráfaga de viento a la que siguió un extraño resplandor, como el de un relámpago mantenido unos breves instantes y sin que fuera seguido del ruido del trueno. Después se hizo el silencio, pero, desde el establo procedían los balidos de las ovejas que parecían muy inquietas, así que Ezequiel y su papá decidieron salir a ver si les pasaba algo.
            Cuando se aproximaban al establo vieron que la puerta estaba entreabierta y por ella comenzaban a salir las ovejas al exterior. De repente, de entre las ovejas, se escucharon unos pequeños balidos, entrecortados y muy agudos. Unos inconfundibles balidos que Ezequiel conocía muy bien. Y, colándose entre las patas de las ovejas mayores, apareció Lucerito dando saltos y a toda carrera se acercó a Ezequiel que se agachó para recogerle mientras Lucerito volvía a balar y comenzaba a pegarle pequeños lametoncillos en la cara…

A la hora de sentarse para empezar a cenar, el papá de Ezequiel, como cada día, bendijo los alimentos que iban a tomar, pero aquella vez, además, le dio gracias a Dios por mantener unida a su familia y le pidió que pudieran seguir juntos durante muchos años. O mejor, durante tantos años como fuera su voluntad. La voluntad de Dios.


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J.V.L.
Navidad de 2014