miércoles, 1 de abril de 2015

LA VIDA EN UNA LISTA (parte I)

“No te preocupes, hijo, no hacen nada, son hombres… Aunque tú los ves tan grandes, debajo de cada uno de esos nazarenos vestidos de negro sólo hay un hombre…”

Parece que fue ayer y, sin embargo, ha pasado… Mejor casi ni pensar los años que han pasado desde que tu madre –quién si no─ te prevenía, llevándote aún cogido de la mano, cuando teníais que cruzar una fila de nazarenos para llegar a los palcos de la Plaza de San Francisco. Lo que sí tienes claro es que éste es uno de los primeros recuerdos de tu Semana Santa, recuerdo que se mezcla con otros coincidentes con lo que aún siguen haciendo todos los niños tantos años después: “Nazareeeeno, dame un carameeeelo…”,  “¿Me das cera?”, “¿Este qué tramo es?” y algunos otros más que, dicho sea de paso, probablemente supongan la parte verdaderamente más penitencial de los cofrades sevillanos bajo la túnica de su Hermandad.

Y pasaron los años y aquel niño se hizo un muchacho. Y aquel muchacho se quedó un día prendado del sereno rostro de un Cristo que parecía y parece dormido, y que aunque dicen que ya está muerto, no lo está, permanece vivo dentro de todos y cada uno de nosotros, dentro de todas las personas de buena Fe que intentan seguir el principal mandamiento que Él nos dejó: amar al prójimo como a uno mismo. Por eso aquel muchacho decidió que, desde entonces, acompañaría al Señor de la Buena Muerte cumpliendo con otra de sus enseñanzas: “si quieres venir en pos de mí, toma tu cruz y sígueme”.






Los primeros años, cuando todavía eras uno más de aquellos estudiantes, te tocaba casi al final de una larguísima hilera de penitentes. Prácticamente no tenías oportunidad de ver la figura del Señor ni tan siquiera a lo lejos, tan sólo cuando pasabas con tu cruz ante Él a la entrada de la cofradía. Años en los que escuchabas tantas veces a los chiquillos aquello de “A ese le han quedado dos asignaturas, porque lleva dos cruces…” o “estos que vienen ahora son los que estudian Derecho porque van tras el guión de la Faculta de Derecho…” y algunas otras ocurrencias similares. Años en los que aún estabas descubriendo la vida, años en los que no dejabas de aprender ni un solo instante.

Pasaban los años y, cada Martes Santo acudías puntualmente a tu cita con Él, y también con aquellos aún no muy antiguos compañeros de estudios a los que, por diversas razones, ya no veías, pero que tampoco faltaban a su camino anual junto al Señor de la Buena Muerte. Años en los que ya era habitual que pudieras ver al Señor en muchas partes de su recorrido: todavía no en las zonas de calles más estrechas y sinuosas pero ya sí en muchas partes de la Carrera Oficial y tanto a la salida como a la entrada de la cofradía. Años en los que esperabas con ilusión consultar la Lista de la Cofradía para ver cuántos números habías bajado y saber si habías pasado ya al tramo anterior.

Y así seguían transcurriendo tus citas anuales ─con alguna que otra ausencia, todo sea dicho y para no faltar a la verdad─ de cada Martes Santo con el Hombre que con su Buena Muerte venció a la propia Muerte. Cada vez notando más el paso del tiempo, cada vez llegando más cansado, cada vez sufriendo más con el calor, muchas veces casi insoportable, de las primeras horas de tu recorrido. Pero cada vez dándolo todo por bien empleado con sólo contemplar, al cruzar el umbral del Rectorado y pasar por delante de Él, la expresión de dulzura y serenidad del Dios Verdadero muerto después de padecer tan enorme sufrimiento por nosotros.







 
Ahora llegas cada Martes Santo y cuando, por la mañana, aún de paisano, miras la Lista compruebas como ─ay─ ya no te hace tanta ilusión el seguir bajando de número, porque sabes que esos números que bajas pertenecen a personas que ya no están entre nosotros y sientes ese escalofrío del miedo a lo que está por venir. Ahora ya no es tu madre la que te ayuda a ponerte la túnica, como hizo con sus blanquísimas manos durante tantos años. Ahora es tu hija, sangre de tu sangre, la que te ayuda a doblar bien la cola de la túnica y colocarla bajo el ancho cinturón de esparto, y un escalofrío de amor y de emoción te inunda el alma. Ahora, cuando llegas al improvisado templo a primera hora de la tarde, vuelves a contemplar el interior del edificio de la Universidad completamente abarrotado de nazarenos vistiendo sus túnicas de ruán, muchos de ellos chavales que probablemente pocos días antes estaban transitando por esos patios y galerías con sus libros y sus apuntes bajo el brazo, al igual que tú lo hacías cuando empezaste a caminar detrás de Él, y un escalofrío de nostalgia recorre tu cuerpo. Y ahora ya lo tienes delante de ti durante todo el recorrido y ese escalofrío, ahora de sentimiento, vuelve cada vez que fijas tu mirada en su portentosa Imagen. Y ahora también, al final del camino ya sólo le pides salud y fuerza para poderlo acompañar el año que viene y seguir formando parte, al menos un año más, de esa Lista de la Cofradía de cada Martes Santo aquí en la Tierra, hasta que Él quiera.

J.V.L.
1 de abril de 2015