“No te preocupes, hijo, no hacen nada, son hombres…
Aunque tú los ves tan grandes, debajo de cada uno de esos nazarenos vestidos de
negro sólo hay un hombre…”
Parece que
fue ayer y, sin embargo, ha pasado… Mejor casi ni pensar los años que han
pasado desde que tu madre –quién si no─ te prevenía, llevándote aún cogido de
la mano, cuando teníais que cruzar una fila de nazarenos para llegar a los
palcos de la Plaza de San Francisco. Lo que sí tienes claro es que éste es uno
de los primeros recuerdos de tu Semana Santa, recuerdo que se mezcla con otros coincidentes
con lo que aún siguen haciendo todos los niños tantos años después: “Nazareeeeno,
dame un carameeeelo…”, “¿Me das cera?”, “¿Este
qué tramo es?” y algunos otros más que, dicho sea de paso, probablemente
supongan la parte verdaderamente más penitencial de los cofrades sevillanos
bajo la túnica de su Hermandad.
Y pasaron
los años y aquel niño se hizo un muchacho. Y aquel muchacho se quedó un día prendado
del sereno rostro de un Cristo que parecía y parece dormido, y que aunque dicen
que ya está muerto, no lo está, permanece vivo dentro de todos y cada uno de nosotros,
dentro de todas las personas de buena Fe que intentan seguir el principal
mandamiento que Él nos dejó: amar al prójimo como a uno mismo. Por eso aquel
muchacho decidió que, desde entonces, acompañaría al Señor de la Buena Muerte
cumpliendo con otra de sus enseñanzas: “si quieres venir en pos de mí, toma tu
cruz y sígueme”.
Los
primeros años, cuando todavía eras uno más de aquellos estudiantes, te tocaba
casi al final de una larguísima hilera de penitentes. Prácticamente no tenías
oportunidad de ver la figura del Señor ni tan siquiera a lo lejos, tan sólo
cuando pasabas con tu cruz ante Él a la entrada de la cofradía. Años en los que
escuchabas tantas veces a los chiquillos aquello de “A ese le han quedado dos
asignaturas, porque lleva dos cruces…” o “estos que vienen ahora son los que
estudian Derecho porque van tras el guión de la Faculta de Derecho…” y algunas
otras ocurrencias similares. Años en los que aún estabas descubriendo la vida,
años en los que no dejabas de aprender ni un solo instante.
Pasaban los
años y, cada Martes Santo acudías puntualmente a tu cita con Él, y también con
aquellos aún no muy antiguos compañeros de estudios a los que, por diversas
razones, ya no veías, pero que tampoco faltaban a su camino anual junto al
Señor de la Buena Muerte. Años en los que ya era habitual que pudieras ver al
Señor en muchas partes de su recorrido: todavía no en las zonas de calles más
estrechas y sinuosas pero ya sí en muchas partes de la Carrera Oficial y tanto
a la salida como a la entrada de la cofradía. Años en los que esperabas con
ilusión consultar la Lista de la Cofradía para ver cuántos números habías
bajado y saber si habías pasado ya al tramo anterior.
Y así
seguían transcurriendo tus citas anuales ─con alguna que otra ausencia, todo
sea dicho y para no faltar a la verdad─ de cada Martes Santo con el Hombre que con
su Buena Muerte venció a la propia Muerte. Cada vez notando más el paso del
tiempo, cada vez llegando más cansado, cada vez sufriendo más con el calor,
muchas veces casi insoportable, de las primeras horas de tu recorrido. Pero
cada vez dándolo todo por bien empleado con sólo contemplar, al cruzar el
umbral del Rectorado y pasar por delante de Él, la expresión de dulzura y serenidad
del Dios Verdadero muerto después de padecer tan enorme sufrimiento por
nosotros.
Ahora llegas
cada Martes Santo y cuando, por la mañana, aún de paisano, miras la Lista compruebas
como ─ay─ ya no te hace tanta ilusión el seguir bajando de número, porque sabes
que esos números que bajas pertenecen a personas que ya no están entre nosotros
y sientes ese escalofrío del miedo a lo que está por venir. Ahora ya no es tu
madre la que te ayuda a ponerte la túnica, como hizo con sus blanquísimas manos
durante tantos años. Ahora es tu hija, sangre de tu sangre, la que te ayuda a doblar
bien la cola de la túnica y colocarla bajo el ancho cinturón de esparto, y un escalofrío
de amor y de emoción te inunda el alma. Ahora, cuando llegas al improvisado
templo a primera hora de la tarde, vuelves a contemplar el interior del edificio
de la Universidad completamente abarrotado de nazarenos vistiendo sus túnicas de
ruán, muchos de ellos chavales que probablemente pocos días antes estaban
transitando por esos patios y galerías con sus libros y sus apuntes bajo el
brazo, al igual que tú lo hacías cuando empezaste a caminar detrás de Él, y un
escalofrío de nostalgia recorre tu cuerpo. Y ahora ya lo tienes delante de ti
durante todo el recorrido y ese escalofrío, ahora de sentimiento, vuelve cada
vez que fijas tu mirada en su portentosa Imagen. Y ahora también, al final del
camino ya sólo le pides salud y fuerza para poderlo acompañar el año que viene
y seguir formando parte, al menos un año más, de esa Lista de la Cofradía de
cada Martes Santo aquí en la Tierra, hasta que Él quiera.
J.V.L.
1 de abril
de 2015
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