Me gustan los toros y las corridas de toros.
Pero no soy ningún asesino.
No disfruto
con el sufrimiento del toro en la plaza. Ni encuentro placer en la muerte del
toro. Antes al contrario, me encantan los toros. Pero también me gustan las
corridas de toros. Y sigo sin ser ningún asesino.
Hay muchas
aficiones y muchas ideas y posturas ante la vida que no me gustan. Pero,
mientras el que las defienda lo haga con respeto y sin violencia para con los
que no piensan como él, las tolero. Por eso mismo pido para los toros, y para
todos los aficionados a los que nos gustan las corridas de toros, el mismo
respeto. No pretendo que los antitaurinos compartan mi opinión, ni convencerles
para que les guste algo que, obviamente, no les gusta ni va a gustarles nunca
probablemente. Sólo quiero que respeten mi punto de vista y no me insulten
llamándome asesino. Y si usted que lee ahora mismo este artículo, es contrario
a las corridas de toros y quiere gastar algo de tiempo para que le explique mi
opinión, yo personalmente se lo agradezco y, quién sabe si quizás logre comprenderme
si no totalmente, sí al menos en parte.
No me gusta la
caza, ni la pesca, ni, en líneas generales, la mayoría de festejos populares en
los que se utilizan toros u otros animales, pero respeto a los cazadores, a los
pescadores y a los que participan en ese tipo de fiestas.
Por cambiar de
ámbito, tampoco me gusta el teatro, ni determinado tipo de cine, ni me gustan
en absoluto determinados autores literarios que, en mi opinión, difunden en sus
obras ideas tremendamente perniciosas para el género humano y contrarias a la
más mínima lógica y razón. Muchísimo más perniciosas, por cierto, que la muerte
de un animal.
Ni tampoco me
gustan determinadas religiones que discriminan por razón de sexo o de raza, o
que incluso son, no ya contrarias, sino beligerantes con las otras religiones
y, más en general, con el resto del género humano que no sigue los dictados de
su confesión.
Porque para
mí, y aunque muchas veces, con nuestro comportamiento, damos a entender justo
lo contrario, una persona va a estar siempre por delante de un animal. Por eso
no puedo comprender que medio mundo se lamente por la muerte de un león en
Zimbabwe, que efectivamente es penoso y lamentable, pero sin embargo calle
mientras miles de niños mueren anualmente de hambre en ese mismo país.
Y eso por no
hablar de esos manifestantes antitaurinos correligionarios de la izquierda más
o menos radical que no dudan en calificar a los aficionados a la Fiesta Nacional-¿tendrá
este calificativo algo que ver?- como asesinos cuando, a la vez, defienden que
un feto humano pueda ser aniquilado mediante envenenamiento con sustancias
químicas o simple, llana, y yo añadiría que salvajemente, mediante aspiración o
extracción con pinzas, lo que lleva en la totalidad de los casos al descuartizamiento
vivo del ser humano en gestación.
Pero bueno, como
habrá alguien que diga que comparar vidas humanas con la de animales es demagógico
-para mí no lo es en absoluto- y pensando también en que pueda haber activistas
antitaurinos que coincidan conmigo en estas apreciaciones en pro de los seres humanos, voy a dejar de lado este
razonamiento. También me voy a olvidar de otros argumentos habitualmente
utilizados como el Arte, la
Tradición y la
Cultura, aunque no puedo dejar de referir que si el
modernísimo, avanzadísimo, europeísimo, “laiquísimo” y “progresísimo” Estado de
Francia ha nombrado a las corridas de toros como Patrimonio Cultural pues igual
algo de verdad puede que haya en ello ¿no? Bueno, al menos dejemos el
interrogante de la duda.
Lo dicho,
dejemos esos argumentos y centrémonos en el punto de vista más “objetivo”: el
animalista. Intentémonos poner –sé que no es fácil- en el lugar del toro. Lo
primero que debemos de dejar constancia es del hecho de que, si no existieran
las corridas de toros, no existiría el toro bravo como especie, con total
seguridad. Y es incierto que el toro bravo sea un animal creado artificialmente
–como se dice por los detractores de las corridas- para satisfacer a los
“sanguinarios” amantes de la Fiesta. Hay
constancia de que ya en la antigua Grecia y en Roma se utilizaban toros bravos en
espectáculos circenses, con lo cual, ecológicamente hablando, se mantiene viva
una especie que, de no ser por las corridas, no existiría.
Pero bueno,
este razonamiento es, de nuevo, desde el punto de vista del hombre y de su
intento, de momento no muy bien encaminado, dicho sea de paso, de conservar el
planeta. Volvamos al punto de partida y pongámonos en el lugar del toro.
Según he visto
al documentarme para poder escribir sobre este punto, la vida media de un toro,
tanto si es de raza brava, como de la especie domesticada, dicen los zoólogos
que es de unos 12 años, aunque puntualmente se dan casos de mayor longevidad. Por
otra parte, el ganado bovino tiene, hoy en día, dos destinos fundamentales: el
producir leche y el suministrar carne a la especie humana. Habida cuenta que
los machos no pueden producir leche, analicemos cómo es la vida de un toro de
los destinados a ser utilizados para el consumo de carne y luego veamos cómo es
la de un toro bravo.
Lo primero que
habría que decir es que, para este tipo de ganado, casi casi no se podría
hablar de toros, sino más bien de terneros pues la práctica totalidad de estos
animales suelen ser sacrificados –según he podido igualmente documentar- entre
los tres meses y los dos años de vida.. Su vida durante, pongamos, esos dos
años de vida, se limita a estar encerrados tras unas vallas, en ocasiones con
un reducidísimo espacio que casi les impide moverse, y a sacar la cabeza de
entre dichas vallas para comer el pienso que se les vierte en un comedero para
que subsistan y engorden. Así hasta que tienen la edad que el ganadero estime
conveniente para ser sacrificados, en ocasiones dos años, pero en otras muchas
tan sólo tres o cuatro meses. Punto final, esa es su vida.
Bueno, no,
punto final no, porque si su vida no parece especialmente atractiva, su muerte
no lo es más: en el matadero se les conmociona mediante una descarga eléctrica
y luego, cuando están atontados pero aún perfectamente vivos, se les cuelga de
un gancho para desollarlos y descuartizarlos
casi simultáneamente. En muchos casos los animales siguen vivos cuando empiezan
a descuartizarlos. Les pongo dos enlaces a sendos instructivos vídeos para los
que quieran comprobar cómo es el proceso “en vivo”, nunca mejor dicho. Aviso
para las personas sensibles: las imágenes son fuertes. A mi juicio bastante más
que las de la muerte de un toro en la plaza, pero juzguen ustedes mismos:
Frente a esta “apasionante”
vida y posterior muerte, cambiemos de escenario y pongámonos en el lugar de un
toro bravo. Su vida nada tiene que ver con la de sus desgraciados colegas:
durante un mínimo de cuatro o cinco años (entre un tercio y la mitad de su
ciclo biológico normal) viven en el campo, en una dehesa, campando a sus anchas
y con libertad total de movimiento y comportamiento. Una vez cumplen la edad
indicada mueren en la plaza. No voy a hacer una elegía de sentimientos y
literatura respecto a su forma de morir con nobleza, pudiendo defenderse y todo
eso, para intentar ser lo más objetivo posible y evitar nuevamente que me
tachen de demagogo. Es cierto: tiene que pasar por dos momentos de sufrimiento
como los puyazos del picador y las banderillas, para finalmente morir de una
estocada. Seguro que no es un trance agradable para el animal pero, insisto
nuevamente, vuelvan a ver el vídeo de cómo mueren sus congéneres en el matadero
y decidan qué tipo de muerte es la menos mala.
Y con todo y
con eso, si siguen decidiendo que la muerte del toro en la plaza es más cruel,
pues respeto su opinión aunque no la comparta. Yo pienso lo contrario. Respeten
ustedes la mía.